
Había una vez una princesa
de tacones y mirada altiva
de facción y sonrisa confesa
de cuello y espalda envanecida.
Y casualmente había un príncipe
de sangre más “rosita” que azul
de los de espada siempre enfundada
de los que solo duermen de tul.
Y ante la necesidad de hermanar
reinos (tesitura embarazosa),
decidieron unir al doncel
con dicha pécora ponzoñosa.
Y llegó el día del casamiento
y entre arroces, pétalos y spray
aseveraban que ella era fría
y confirmaban que él era gay.
Y al cabo de dos meses de encierro
y de muchas elucubraciones
despertaron arpía y crisálida
con el estampido de cañones.
Y causando la angustia a algún noble
y el fortunio de más de un siervo
entendieron que tras la ninfósis
mantendrían sin cambio su acervo.
María Galera